El anuncio de María Magdalena

Era la mañana del primer día de la semana. Muy temprano María, que había ido casi de noche a la tumba del Maestro, entró en la casa en la que habían celebrado la última pascua con él. Allí estaba Pedro, con Andrés, Santiago y Juan y Juana y Susana que no la habían acompañado a Jerusalén y algunos otros.

  • ¡Levantad, de prisa! 

Ellos se desperezaban de una noche larga y difícil como las últimas dos noches desde que él no estaba. Se sentían huérfanos, defraudados por lo que había pasado.

  • ¿Qué pasa? – Dijo Juana acercándose-  ¿Te han molestado los soldados? ¿Estamos en peligro?
  • ¡¡He visto al Señor!! Juana, no puedo creerlo. Y me ha pedido que os diga que sube a su Padre que es nuestro Padre.
  • ¿Qué dices? – Preguntó Pedro acercándose a las dos mujeres-  No puede ser.

Los demás también se iban reuniendo en torno a María, la que conocieron en Magdala cerca de Cafarnaún. 

  • Sí, Pedro, lo he visto.
  • Imposible – dijo Santiago.
  • Cuéntanos, María, ¿qué ha pasado? – Dijo Susana.

María comenzó a contar su historia:

  • Esta noche no podía dormir. Bueno, no puedo dormir desde que le vi morir en aquella cruz… – Empezó María.

Las mujeres se acercaron, ellas también estaban allí, estuvieron con él hasta su último aliento. Pedro y los demás bajaron la cabeza, desde que lo condenaron a muerte, corrieron a esconderse, la multitud estaba desatada y podían haber corrido la misma suerte. 

  • Me levanté de noche, no podía más, sentí la necesidad de ir a la tumba. Y eso hice, salí despacio para no despertaros y me acerqué al lugar en el que José y Nicodemo lo habían dejado. Sabía que la piedra de la entrada era grande y que no podría entrar, pero pensé que estar cerca me ayudaría.
  • Fuiste imprudente, María – dijo Andrés- sabes que podían estar vigilando.
  • Lo sé, pero no ni lo pensé.
  • Recorrí el sendero deprisa, como atraída por una fuerza poderosa.

María guardó silencio, quedó pensativa.

  • Bueno, y… ¿qué pasó? – preguntó Juana.
  • Pues pasó que cuando llegué la tumba estaba abierta. Primero pensé que era una broma, luego me acerqué. Si podía entrar podía ungir su cuerpo como me hubiera gustado hacerlo después de que lo bajaron de la cruz.

Pedro se acercó más, la historia que María contaba comenzó a llenarle de esperanza.

  • El caso es que me asomé, y vi las sábanas y el sudario, pero él no estaba. 

Mientras María seguía contando su historia. Pedro y Juan salieron de la casa.

  • Comencé a buscar, no sé qué buscaba, pero lo hice. Y al volverme uno que me pareció el jardinero me preguntó:  ¿Por qué lloras? ¿Qué buscas?
  • Yo estaba paralizada, no entendía nada así que le pregunté si el se había llevado el cuerpo de mi maestro y sin ni siquiera fijarme seguí buscando y llorando amargamente.
  • ¿Le preguntaste por “tu maestro”?…  Si hubiera sido de los del sanedrín te habría denunciado ¿Lo sabes? ¿no? – Intervino Juana con preocupación
  • Pues no sé, ni lo pensé, me sentía tan desesperada.

María sonrió, su cara se llenó de una mirada especial… y continuó la historia.

  • El caso es que de repente escuché su voz… me llamó por mi nombre…¡María!
  • Y en ese momento le vi, estaba allí… el tiempo se paró y solo le veía a él llamándome.
  • ¡Maestro! Le contesté y me quedé allí, disfrutando de su presencia.
  • Y me dijo: no te quedes aquí, ve a mis hermanos y anúnciales que subo a mi Padre, vuestro Padre.

Y salí corriendo, comprendiendo que lo que le había escuchado en cada jornada desde que le acompaño era cierto, que la muerte no había vencido como creía, que Dios ha hecho posible todo lo que nos prometió…

  • ¿Entendéis? ¡Qué está vivo! ¡Qué ha resucitado como nos dijo!

En ese momento entraron Pedro y Juan en la estancia. Todos los miraron. 

Carmen Picó Guzmán

Relato inspirado en el capítulo 20 del cuarto evangelio

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